domingo, 4 de diciembre de 2011

La barbería del centro


- Noooo, no quiero, dejarme en paz.- gritaba el niño mientras pataleaba.
- Nada hija que no hay forma de que este niño se esté quieto, así no hay manera... ¡Para ya que te voy a cortar una oreja!

Se oyó la cerradura de la puerta y después el tintineo de unas llaves chocando unas con otras al guardarse en un llavero de piel.
- Pero que griterío es este...
- Hola cariño. Dile tu algo anda que con nosotras se pone como una fiera. Este crío es imposible.
- Bueno... normal, porque quiere cortarse el pelo donde los hombres ¿verdad hijo? Venga, nos vamos a la barbería.

Recordaba aquello como si fuese ayer. A pesar de que vivía lejos del centro seguía yendo a aquella barbería  solo porque el olor a jabón le hacía recordar al hombre serio y de carácter, pero sobretodo bondadoso que fue su padre.

Mientras le acariciaban con la brocha miraba con angustia sus propios ojos, tan grises como los de él. En ellos se adivinaba el peso del remordimiento por no haberlo antendido como debía. Cada día le echaba la culpa al trabajo, a la falta de tiempo, a un piso sin ascensor... Intentaba autoconvencerse de que una enfermera lo cuidaría mejor pero ahora se daba cuenta de que no fueron más que escusas para desentenderse.
La realidad era que no soportaba ver como su idolatrado padre se iba marchitantando al igual que a ningún niño le gusta ver debilidad en su superhéroe favorito.
Así se perdió sus últimos meses de vida sin darse cuenta de que un viejo, más que medicinas o higiene, lo que necesita es el calor de sus hijos.
Por ello escudriñaba los ojos grises del espejo buscando el perdón en ellos. Pero solo salía una lágrima que el barbero se había acostumbrado a enjugar enmascarando la compasión siempre con la misma frase:
- Suele pasar, es el olor de este jabón. Es como las cebollas, a unos les afecta y a otros no.


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